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Hemingway, matador

Hace unos días leí en un periódico la noticia de que un periodista alemán ha encontrado unas cartas de Ernst Hemingway de las que se deduciría que el autor de Adiós a las armas habría matado a 122 prisioneros alemanes en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. En una de las cartas cuenta el siguiente episodio: "Una vez maté a un kraut de los SS particularmente descarado. Cuando le advertí que lo mataría si no abandonaba sus propósitos de fuga, el tipo me respondió: Tú no me matarás. Porque tienes miedo a hacerlo y porque perteneces a una raza de bastardos degenerados. Te equivocas, hermano, le dije. Y disparé tres veces, apuntando a su estómago. Cuando cayó, le disparé a la cabeza. El cerebro le salió por la boca o por la nariz, creo."
La prosa, directa y concisa, es puro Hemningway (¡esta última frase!); pero el tema no es nuevo. Recuerdo que en la biografía de Jeffrey Meyers de 1985 ya se decía que era probado que había matado a varios alemanes. Por ejemplo, el 22 de noviembre de 1944, armado con una ametralladora liquidó a varios soldados alemanes que atacaron el cuartel general del coronel Lanham en Hürtgenwald. Y no fue el único caso. Le gustaba la guerra y siempre reconoció que el tiempo que participó en primera línea de fuego (junio-noviembre de 1944) había sido el más feliz de su vida. Como Camus pensaba que la absoluta libertad es la libertad de matar. Ahora bien, tampoco hay que que fiarse de todo lo que cuenta Hemingway. Su propensión a la rodomontada es más que evidente: es una de sus características más genuinas.
Barnaby Conrad, escritor y torero californiano, escribió en su novela Matador (1952) una frase referida a la fiesta, que bien podría aplicarse a las "faenas" de su compatriota: "En el toreo moderno hay demasiadas cosas falsas: coletas falsas, pases falsos, toros falsos, espadas falsas". A Hemingway siempre le gustó ser el más macho de la tribu, y si para ello tenía que maquillar la realidad, pues lo hacía. París era una fiesta; la guerra, también.

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